Los expertos en acuicultura, empezando por los especialistas en biología marina, saben que no hay una sola razón técnica por la que la planta que se quiere ubicar en cabo Touriñán no pueda instalarse en cualquier otro punto de la costa gallega que, a diferencia de éste, no será la punta más occidental de España ni conformará un entorno singular marítimo-terrestre en términos paisajísticos de una extraña belleza atlántica, acrecentada por unos matices en los cambios de luz, según la orientación orbital del sol desde el alba hasta el crepúsculo, en los que pareciera percibirse el paso indeleble de la brisa incesante. La naturaleza es, a veces, una sorprendente caja de hermosas contradicciones.
Ningún otro sitio mejor para entender esa expresión tan genuinamente gallega de entre o lusco e o fusco que el brazo de Touriñán con los dedos mutilados por el embate mil milenario de olas espumeantes. La imponencia del atardecer que allí se rueda cada jornada concluye con una sinfonía cromática en el tramo último del ocaso. Las brasas del sol, con el consiguiente crepitar de las aguas en la línea del horizonte, son inenarrables por indescriptibles. Un privilegio impagable.
Sensaciones tan fuertes en un lugar todavía salvaje para el disfrute de los sentidos, tendrían que merecer el indulto civil que le niega el desarrollismo asilvestrado. Pero cómo exigirle tal cosa a gentes insensibles, incapaces de asumir que el territorio es en sí mismo un recurso valioso, y tanto más valioso es cuanto, como en el caso de Touriñán, resulta ser la mejor inversión en naturaleza que han hecho, sin proponérselo y muy probablemente por considerarlo territorio inhóspito, los habitantes de la Costa da Morte desde que poblaron esa esquina.
El cabo Touriñán, con su viejo tapiz de hierbas y tojos, debiera ser declarado Patrimonio Natural de la Humanidad. Pero, al contrario, los actuales gobernantes autonómicos, con el presidente a la cabeza, ya han anunciado su sentencia economicista de que conservarlo en su estado natural resulta socialmente irrentable.
A ninguno de esos gobernantes y sus belicosos guardianes mediáticos se le ha ocurrido pensar que, quizá dentro de no muchos años, el espectáculo más atractivo -muy por encima de las artes conocidas- para el ser humano sean esos espacios naturales en los que aún es posible sentir sin aspavientos artificiosos las sensaciones de la creación del mundo. Esas soledades y silencios nada tienen que ver con la soledad y el silencio forzados de una sociedad insolidaria, embrutecida y esquizofrénica, que considera desarrollo sustituir lo auténtico por lo falsificado.
Otro tipo de peregrinaciones, no menos espirituales que las religiosas y con las que pueden compartir caminos, se otean en el horizonte de la vieja Europa.
Si Compostela no hubiese conservado y no hubiese revitalizado su patrimonio artístico, hoy no sería uno de los destinos mundiales de un trasiego multitudinario de gentes. Sólo desde la incultura y la falta de perspectiva se puede admitir la carencia de sensibilidad para valorar la importancia del paisaje y del medioambiente como los más preciados legados del arte supremo. Tras millones de millones de años en armonía con las fuerzas de la naturaleza, el simbólico cabo Touriñán será transformado en una granja de grasientos rodaballos. Y lo anuncian.
Ningún otro sitio mejor para entender esa expresión tan genuinamente gallega de entre o lusco e o fusco que el brazo de Touriñán con los dedos mutilados por el embate mil milenario de olas espumeantes. La imponencia del atardecer que allí se rueda cada jornada concluye con una sinfonía cromática en el tramo último del ocaso. Las brasas del sol, con el consiguiente crepitar de las aguas en la línea del horizonte, son inenarrables por indescriptibles. Un privilegio impagable.
Sensaciones tan fuertes en un lugar todavía salvaje para el disfrute de los sentidos, tendrían que merecer el indulto civil que le niega el desarrollismo asilvestrado. Pero cómo exigirle tal cosa a gentes insensibles, incapaces de asumir que el territorio es en sí mismo un recurso valioso, y tanto más valioso es cuanto, como en el caso de Touriñán, resulta ser la mejor inversión en naturaleza que han hecho, sin proponérselo y muy probablemente por considerarlo territorio inhóspito, los habitantes de la Costa da Morte desde que poblaron esa esquina.
El cabo Touriñán, con su viejo tapiz de hierbas y tojos, debiera ser declarado Patrimonio Natural de la Humanidad. Pero, al contrario, los actuales gobernantes autonómicos, con el presidente a la cabeza, ya han anunciado su sentencia economicista de que conservarlo en su estado natural resulta socialmente irrentable.
A ninguno de esos gobernantes y sus belicosos guardianes mediáticos se le ha ocurrido pensar que, quizá dentro de no muchos años, el espectáculo más atractivo -muy por encima de las artes conocidas- para el ser humano sean esos espacios naturales en los que aún es posible sentir sin aspavientos artificiosos las sensaciones de la creación del mundo. Esas soledades y silencios nada tienen que ver con la soledad y el silencio forzados de una sociedad insolidaria, embrutecida y esquizofrénica, que considera desarrollo sustituir lo auténtico por lo falsificado.
Otro tipo de peregrinaciones, no menos espirituales que las religiosas y con las que pueden compartir caminos, se otean en el horizonte de la vieja Europa.
Si Compostela no hubiese conservado y no hubiese revitalizado su patrimonio artístico, hoy no sería uno de los destinos mundiales de un trasiego multitudinario de gentes. Sólo desde la incultura y la falta de perspectiva se puede admitir la carencia de sensibilidad para valorar la importancia del paisaje y del medioambiente como los más preciados legados del arte supremo. Tras millones de millones de años en armonía con las fuerzas de la naturaleza, el simbólico cabo Touriñán será transformado en una granja de grasientos rodaballos. Y lo anuncian.